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El Viaje del Metalero

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  • 23 feb 2018
  • 5 Min. de lectura

Todo metalero se ha cruzado en alguna ocasión con el documental A Headbanger's Journey (2005) del canadiense Sam Dunn. Las reacciones son diversas, desde quienes lo volvieron un rockstar hasta aquellos que piensan que no hace verdadera justicia a la comunidad.

Si somos honestos, Sam Dunn no dice nada nuevo respecto al metal. El valor de su trabajo reside en la perspectiva que le da: tratar al metal como una cultura, no como algo accesorio o pasajero. Lo plantea como algo complejo, con normas y tradiciones, con figuras sagradas, con ritos, creencias y prácticas comunes, y por supuesto, formas de expresión delimitadas.

La estructura del documental lo hace digerible y se debe notar que está pensado para dos aspectos. Por un lado, se dirige a un público que no está familiarizado con este género; y por otro, a la comunidad metalera. Dunn lo hace didáctico: explica los orígenes, las primeras bandas, las características del sonido, etcétera, y una de sus aportaciones más importantes es el llamado “árbol genealógico” del metal.

Pero el director incluye a la comunidad. Pone a los músicos como metaleros y nos acerca el metal personal de cada uno de ellos. Las entrevistas giran en torno a los conciertos, el reconocimiento de los padres del metal y los diferentes subgéneros, los motivos de cada banda, los fans, la catarsis. No hay discriminación true/ poser; lo mismo entrevista a Dio y a Tony Iommi que a miembros de Slipknot o a Gaahl de Gorgoroth.

Dunn, aunque es metalero de hueso colorado, se mantiene en su papel de observador. Quiere mostrar lo que hace del metal una cultura, y por qué se halla tan marginado. Por ello, de meros datos históricos se acerca a la llaga al hablar de religión, sexo, el papel de las mujeres y la violencia. En la misma película comparten espacio el cura que lamenta la quema de las iglesias y la mujer que se regocija de haber sido una groupie. Están los padres escandalizados, la mujer que se alarma con una portada de Cannibal Corpse, y la otra mujer que dice que el metal es una vía hacia Dios. Puntos que parecieran radicalmente opuestos, como el White Metal con el Black Metal, pero que forman parte del mismo fenómeno.

El documental ofrece un buen punto de partida para quien quiera acercarse al metal. Sin embargo, Dunn comete un aparente error, visto desde la perspectiva más objetiva posible: el metalero le gana al antropólogo. Sus conclusiones no son antropológicas, sino cultamente metaleras. Pese a esto logra su objetivo, muestra la cultura del metal no sólo con las entrevistas y las grabaciones en el Wacken; la muestra en sí mismo, como encarnación de aquello de lo que habló durante más de una hora. Las fotos juveniles con playeras negras y el cabello largo no son gratuitas.

Desde la escena metalera podría caerse en el error de endiosar más a Dunn y a su trabajo. El director refuerza la postura lastimera del metalero: el incomprendido, el marginado, el -prácticamente- exiliado. No es una redención del metal. No lo vuelve popular. Más bien, toca las fibras sensibles, le dice a sus escuchas -como Bruce Dickinson a sus espectadores- que no están solos y que el metal sí es una forma de vida válida. Es una palmada en la espalda y una cuestionable palabra de aliento.

Claro, no negaré que es algo disfrutable. Ya que Dunn izó la bandera, es fácil tomarla como punto de referencia, agitarla y sentir un calor -también cuestionable- en el pecho. El “Hoy gano yo” de Warcry, o el “We are the Metalheads” de Doro sale de las gargantas como un torrente casi patriótico. Nos sentimos fuertes, poderosos, como si todo el espíritu de resistencia nos impulsara y explotara de pronto, como fuego artificial.

Lo rescatable del documental es que muestra la fuerza interna de la comunidad metalera. El ser a la vez observador y partícipe le permite a Dunn mostrar el fenómeno desde adentro. Dirige su mirada a las normas no escritas. Quien haya puesto un pie en el Circo Volador entenderá a lo que me refiero. Por ejemplo, el slam tiene reglas implícitas, desde qué hacer si entra una mujer, hasta qué hacerle a los pasados de lanza; sabemos de todos los líquidos no identificados, los gritos llamando al grupo, otros pidiendo “chichis pa’ la banda” o berreando de éxtasis en el mejor solo de guitarra. Es algo que viene de cajón al entrar en esta cultura, algo que se aprende observando y participando, agitando manos y mata.

Las conclusiones metaleras de Dunn se acercan a la crítica que hace el metal en general. Su frase icónica de “el metal confronta lo que preferimos ignorar, celebra lo que a menudo renegamos, y es indulgente con aquello que mas tememos…” resume la resistencia y la marginación del metal. Muerte, destrucción, maldad, sexo… dialogan lo mismo que aquellas composiciones sobre literatura, política o historia. Es un resabio de rebeldía, de abordar los temas que nadie quiere tocar, de gritar y de lograr una catarsis en ese grito enfurecido.

Al final, Dunn rompe las primeras intenciones de su documental. En el Wacken ya no se dirige a los espectadores fuera del metal, porque no le importan. Otra vez, el metalero le gana al antropólogo:

Ever since I was 12 years old I had to defend my love for heavy metal against those who say it's a less valid form of music. My answer now is that you either feel it or you don't. If metal doesn't give that overwhelming surge of power that make the hair stand up at the back of your neck, you might never get it, and you know what? That's okay, because judging by the 40,000 metalheads around me we're doing just fine without you.

Puede verse como un gesto de honestidad y coherencia con su naturaleza metalera, o como un error catastrófico para su trabajo. Dunn se enfrenta a quienes desprestigian el metal, quiere demostrarles por qué éste es más que un tipo gritando cosas inentendibles, pero se da cuenta de que, como todo fenómeno cultural, sólo es cien por ciento comprensible si se está adentro. En vez de buscar otras estrategias, asume la posición tradicional, toma el metal como bueno, verdadero y bello y deja de lado todo y a todos los demás. Ya que abrió la esfera, la vuelve a cerrar y niega a aquellos que no entienden el metal.

Esta conclusión desagradable pone la última pieza en el rompecabezas de la cultura que muestra Dunn. Y es que la comunidad es así. Se busca la atención y reconocimiento del sistema -para luego poder rechazarlo orgullosamente-, pero no se permite un diálogo real ni que el externo entre. Sam Dunn de nuevo es la encarnación de la cultura que quiere estudiar, y la respuesta a su pregunta de “por qué el metal es algo marginado”.


JOSELYN SILVA




 
 
 

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